Cultura

Entretextos: “Bailar como mamá”, un cuento de María Emilia Liedo

La autora de los relatos de terror publicados en “Penumbra” y la novela “El jardín de espinas” comparte uno de sus textos narrativos con los lectores de LA CAPITAL.

Por María Emilia Liedo (*)

Antes de dormir, mi madre me daba un beso de buenas noches. Esa era la única dulzura que se permitían los grandes. En aquella casona de Belgrano, nunca había tiempo para un cuento. Mis padres vivían siempre apresurados en esa vorágine que yo no podía entender.

Rara vez me dormía rápido. Siempre me distraía con las sombras que se proyectaban desde mi ventana, o con el baile de mis padres, que yo espiaba por el ojo de la cerradura. Nunca ponían la misma cancioncita. A veces era un tango; otras, cumbia. Algunos géneros no los reconocía yo, pero qué importaba: lo importante es que me crean cuando les digo que mis padres bailaban. Cantaban y bailaban de noche, y a mí me encantaba espiarlos desde el ojo de la cerradura, porque también quería aprender a bailar como mamá.

Había noches en las que el viento movía con insistencia los postigos de mi ventana, y los árboles de la vereda se sacudían en sombras estrambóticas que arañaban el parquet de mi cuarto. Por debajo de la rendija de la puerta, veía las danzantes sombras de mis padres. Cuando intuía algo más, me cubría con las sábanas. Pero eso, en la oscuridad de mi refugio, no me hacía sentir demasiado protegida.

Nuestros desayunos eran frugales: cereales para mí, y café para mi papá. Amaba esos días de paz absoluta en la casa. Ver la taza humeante entre los dedos gruesos de mi papito querido, o el aroma de las tostadas de mi mami.

La bocina del micro sonaba en la puerta de lunes a viernes, alrededor de las siete de la mañana. Mamá me calzaba la mochila, y yo salía corriendo. Pero antes le daba un beso en sus rojizos cachetes, y medio que los labios se me engrasaban: ella siempre usaba mucho maquillaje en aquel rostro pálido.

Ya en el micro de la escuela, mis amiguitos se quedaban afónicos de repetir hasta el hartazgo esas estúpidas rimas que tanto sacaban de quicio al chofer.

Cuando yo volvía a casa, mi madre me esperaba con unas milanesas y un puré deliciosos. Pero la auténtica delicia era esa calma que, irradiando desde sus pupilas, aplacaba cualquier tempestad. Siempre la encontraba en ese estado por la tarde: feliz y relajada. Después nos dedicábamos a la tarea. Yo no quería, así que ponía música. Pero eso hacía llorar a mamá.

Entonces hacíamos la tarea en silencio, y ella me decía:

—Mi dulce Isabela, tenés que estudiar: eso te sacará de esta casa.

Francamente, yo no comprendía cómo mamá podía creer que había algo mejor que estar en casa.

A eso de las siete de la tarde, se ponía a cocinar. Me maravillaba verla trabajar con la cuchilla. Verla ir de acá para allá con la larga cuchara de madera. Verla desplegar esa magia que convertía un simple par de tomates, una cebolla y unos cuantos dientes de ajo en una rica y consistente salsa. Me encantaba que preparase espaguetis: la salsa me pintaba la boca toda de rojo, una payasa antes de salir a la función; mamá me limpiaba con toda delicadeza, una caricia para el alma.

Pero, por las noches, cuando llegaba mi papito, la cara de mi madre se transformaba. Él se sentaba en su sillón, con el diario, y se llevaba un vaso a medio llenar de un líquido color miel. Tenía un olor muy extraño papá, una mezcla de loción para después de afeitarse ?menta?, cuero y tabaco. Y yo aprovechaba para pedirle que me enseñara a bailar, como él hacía con mamá.

Ella me miraba con los ojos bien abiertos. Y papá me corría con evasivas. Y después venía la música en el living, las sombras en la ventana que daba al jardín. Y yo, escondida, refugiada entre las sábanas ásperas.

Mis papás bailaban, y yo no.

Y eso se repetía. Siempre.

Hasta que me prometí no mirar más por el ojo de la cerradura.

Una noche de verano -recuerdo que era verano porque ya no podía refugiarme en las sábanas, por el calor-, algo acababa de celebrarse. No recuerdo qué, pero no siempre estábamos solos los tres en la vieja casona. Hubo invitados, sí: carcajadas y brindis salpicaron la sala de tonos alegres y festivos. Ya todos se habían retirado. Y papá y mamá estaban los dos solos, en su habitación. En cuanto a mí, recostada en mi cuarto, me distraía con el movimiento de las paletas del ventilador del cielorraso.

No iba a espiar por la cerradura. No, no iba a hacerlo.

Boca arriba, me di cuenta de que aumentaba en volumen la sinfonía de cámara de mi cuarto: los crujidos del tejado reaccionando al frío de la noche, mi propia respiración anhelosa, el rumor obsesivo del ventilador me iban ganando los oídos como en aquel cuento del tipo que oye los latidos de un corazón que lo acusa. Vi que la velocidad de las paletas del ventilador se incrementaba: de un tranquilo movimiento circular, pasaron a girar y girar con todo hasta revolverse como turbinas de avión. Y advertí que las paredes de mi cuarto se me venían encima, y me dije que, si no me levantaba, si no iba a espiar a los viejos, las sombras terminarían por engullirme. Entonces me sobrevino un leve cosquilleo en la piel, y el cosquilleo devino ardor, y el ardor se volvió una irritación muy aguda. Y con las palmas de las manos logré apartar el ejército de hormigas coloradas que me recorrían los muslos, y fue con esos golpes que desperté de la pesadilla y aparté las sábanas y salté de la cama. Simplemente, no podía resistir la curiosidad, que estaba devorándome aun en sueños.

Apoyé mis piecitos en el piso helado, y fui hacia la puerta de la habitación. Tenía puesto mi piyama preferido. La tela con volados de rosas y margaritas se desplegaba en pequeñas alas floreadas.

Decidí acercar mi ojo al de la cerradura, tal como lo hacía todas las noches.

Y qué espectáculo singular vi: mis padres sonreían, rara vez lo hacían. Pero la sonrisa de mi madre se veía extraña, como estirada por una tanza invisible. Quizás era mi sensación, no estaba acostumbrada a verla sonreír por las noches.

Volví a la cama y dormí tranquila, hasta que la música me despertó.

Me acerqué a la puerta, pero esta vez la abrí: quería aprender a bailar como mamá. Y los vi, el compás de baile de cada noche: mi mamá giraba en el piso, y mi papá pateaba al ritmo de un chamamé; le ponía acento al compás. Me quedé escondida tras el marco de la puerta, quizás así aprendería a bailar. Hasta que mi padre levantó la mirada y me descubrió.

—Vení, hija. —Acompañó el llamado con un gesto impaciente—. Ahora vas a aprender a bailar.

Al entrar, vi una gran mancha roja coloreando la alfombra del living. Mi papá parecía que jugaba a la rayuela, dejaba huellas escarlatas en todo el parquet.

Arrastró a mamá de los pies, mientras ella parecía dormida en el piso.

A partir de esa noche, ya no quise aprender nada.

(*) María Emilia Liedo (Buenos Aires, 1981). Amante del tejido, la naturaleza y el café, siempre en compañía de algún libro de terror, apasionada de los thrillers psicológicos. Comenzó a leer y escribir desde pequeña, siempre supo que el mundo de las letras sería su refugio. Ese pasatiempo se oficializó en una actividad constante en el 2017 cuando se anotó en la carrera de Formación en Escritura Creativa en la Escuela Municipal de Arte y Comunicación, en la cual obtuvo su título en el 2022. Desde ese momento participó en concursos literarios bajo el seudónimo Emily Liedo, en algunos de ellos ganó menciones: Finalista en el concurso organizado por Leemur, chat story app (2018) con la obra titulada “La caja de Rebecca” y “Cementerio Indio”, ambas obras obtuvieron sesión de derechos para Serialify (Sereal Readers, Barcelona). Obtuvo el Primer lugar en el Concurso de terror y suspenso organizado por Lanús cultura y Lanús record editorial (2020) con el cuento “Pinceladas inmortales”, publicado por la editorial en formato físico en una antología. También es autora de “Penumbra”, cuentos de terror, y “El jardín de espinas”, su última novela perteneciente al género thriller. Actualmente, se encuentra corrigiendo sus escritos en el Taller de Corte y Corrección junto a Marcelo di Marco y Nomi Pendzik, a quienes la autora agradece profundamente por todas las herramientas y enseñanzas brindadas para mejorar su estilo y sus técnicas de escritura. La autora cree que la escritura es un arte que requiere constancia, disciplina y dedicación. Y por sobre todas las cosas, pulsión: esa necesidad inagotable de narrar historias que nos queman y erupcionan por dentro.

Te puede interesar

Cargando...
Cargando...
Cargando...